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El artista tucumano que detiene el tiempo y retrata la pandemia


Juan Rodríguez inmortaliza en sus pinturas los edificios de la ciudad antes de que sean derrumbados y busca plasmar los rostros de una sociedad conmocionada por la pandemia. Es uno de los artistas que mejor conoce los secretos estéticos del Famaillá que fascina a propios y extraños. Este es su arte y esta su historia.
Juan Rodríguez captura los momentos con su pincel. Foto: Gabriel Lemme.

Un par de semanas antes de que la pandemia se metiera en nuestras vidas y el mundo se pusiera en una tensa pausa, Juan Rodríguez ya aspiraba a detener el tiempo. En la primera cuadra de la Crisóstomo Álvarez, las paredes derruidas de años y de intemperies llamaron su atención. El lujo anacrónico de las columnas, los techos en arco y las balaustradas de la casona que se sostienen a pesar de la humedad, del avance de las plantas y del lento corroer de las horas y su mella invisible llevan su destino de ruina grabado en los ladrillos. Mañana, en una semana, un mes, un año, puede que ya no estén más ahí. Juan, vestido de negro y con boina, como un poeta de la vieja bohemia parisina, lo sabe. Por eso monta el caballete y empieza a trazar los contornos sobre la tela que acaricia su pincel. Al final del ritual, el tiempo será suyo.

Nada tiene que ver esta casa de los bordes de Villa 9 de Julio donde Juan tiene su taller de pintura con los arrabales de París. A esa altura de la calle Venezuela, el barrio es barrio de señoras baldeando las veredas, de señores en musculosas, de changuerío correteando por ahí, de perros parsimoniosos y siestas interrumpidas por la corneta del vendedor de masas. Mucho antes de salir a capturar en el lienzo las fachadas de los insignes edificios que hoy son carne de cañón del mercado inmobiliario, de ser uno de los pintores oficiales de Famaillá, de formar una banda de punk, cuando era apenas un adolescente, ya tenía cierta obsesión por el tiempo y sus avatares que trasladó a los siguientes versos: 

La calle pasa por mi ventana
Nunca fue un río, nunca fue nada
Algo que pare o algo que espere
Y si alguien viene o alguien pasa
Se queda mudo, no dice nada
Como si el viento que lleva encima 
Lo durmiera, se lo llevara.

Juan y su obra. Foto: Gabriel Lemme.

Hoy que los días parecen suspendidos, estancados, petrificados; en la puerta negra de chapa que franquea el acceso al pequeño templo personal de su atelier, escrito en endebles letras blancas, se lee: “Detenga el tiempo”. No era otro el deseo de Juan con su obra en aquellos días que precedieron a la pandemia: “Yo siempre salgo a la calle con un lápiz que es una especie de espada para enfrentarme al mundo, yo cuando salgo con mi lápiz, salgo seguro, si no lo tengo salgo con cierta inquietud. Mi idea es salir a la calle a atrapar todo con el pincel, salir a captar el mundo, salir con los colores y empezar a pintar todo”. Con ese afán, se propuso retratar las edificaciones antiguas del paisaje urbano mientras todavía siguen en pie y antes que las demuelan para levantar edificios rectangulares en el horizonte. Así llegó junto al fotógrafo Gabriel Lemme hasta la casona de la Crisóstomo Álvarez donde un niño avanza por el largo pasillo de baldosas saltadas en dirección al cuadro. Desde entonces hasta hoy, todo parece haber cambiado, como si el suelo bajo nuestros pies no fuera el mismo que pisábamos apenas semanas atrás. Por eso, ese niño de la casona ahora lleva barbijo: “Todo lo que sucedía antes de todo esto me parece hasta irreal. En estos momentos, a esa obra le estoy haciendo un agregado para hacerla más dinámica, no podía seguir de igual manera ni ser el  mismos cuadro que, al ser dinámico, le aparecieron imágenes como la cotidianeidad del barbijo”. 


Juan tiene hoy 44 años y empezó a pintar en 1988 en un taller que dictaba Fabián Castro. También como autodidacta, copiando las figuras de los libros de anatomía de su padre médico. Creció visitando las muestras de grandes plásticos como Luis Lobo de la Vega, Aurelio Salas, Gerardo Ramos Gucemas, entre otros. Pero a la hora de elegir una carrera, se impuso la curiosidad antes que la necesidad de una formación académica: “Me puse a estudiar medicina porque decía voy a ver los piletones, me voy a encontrar con un cadáver, algo que no era posible en otro ámbito. Yo sabía que mi paso por la facultad iba a estar relacionado con la investigación clínica, con el hallazgo, con la búsqueda. Eso me seducía, pero todos los claustros me embolaban. Por otro lado, no quería seguir arte como una decisión de carrera, yo sabía que hacía arte más allá de lo que me diga cualquier título o rótulo”. 

En 2004 conoció a quien sería su único maestro: Carlos Legorburu. Quien, primero, compró una de sus obras y, después, le dio una beca para que tomara clases con él. “Me acuerdo que lo primero que me dijo fue: mirá Juan alguien te dijo que para ser pintor hay que ser un croto, un desarreglado, una persona despreocupada y eso es mentira. Vamos a ordenar la paleta en una escala de grises, al trapo lo vamos a dividir en cuatro partes. Lavaba hasta el último pelo del pincel, tenía mucha disciplina. Cada uno de esos movimientos ya era pintar. Con él aprendí el respeto por el oficio y que el orden en la pintura es algo importante. Además, ese era el único lugar donde podía ir a hablar de arte”, cuenta. 

Al año siguiente abrió el taller en su casa, en estas dos pequeñas habitaciones de paredes rojas donde el espacio aparece poblado de caballetes y cuadros que se apilan uno sobre otro. En la atmosfera se respira el olor sintético de los oleos y del solvente como si la pintura no entrara sólo por los ojos, sino también por los pulmones. En aquellos años fue que su personalidad artística se bifurcó: de un lado, el Juan Rodríguez que pintaba reproducciones y paraba la olla. Del otro, el Juan que plasmaba su propia sensibilidad en el lienzo. “Creo que inventé al pintor que subvenciona al pintor, o sea, el pintor que hacía copias o arte realista mantenía al otro que flasheaba y los dos eran yo. Yo sabía que el que flasheaba no iba a tener para morfar, entonces no renegaba con pintar manzanas y floreros porque ese era el que conseguía el material para que el otro pueda hacer su obra”, reflexiona para reconocer sin pruritos que hubo momentos en que tanto Juan Rodríguez como Juan, a secas, se cagaron de hambre. 

El artista busca plasmar el momento en sus cuadros. Foto: Gabriel Lemme.

Con dos hijos que mantener, agudizó el ingenio para poder vender sus obras. Se valía de una técnica que le daba buenos resultados: “Salía bien vestido, con zapatitos, camisita y pantalón negro hasta el centro. Llevaba un cuadro de flores que tenía unos detalles impresionantes envuelto en un raso rojo. Entonces, me siento en un bar y lo coloco en una silla y me pongo a tomar un café con los únicos tres mangos que tenía. Al rato se acercó uno y me dijo qué tenés ahí adentro y yo le dije un cuadro de 3000 dólares. Obvio que lo terminaba vendiendo por 2000 pesos, pero volvía con plata a la casa. Ahí aprendí que era importante cómo presentaba la obra”. 

Juan pinta lo que ve y lo que siente. En esa búsqueda de rostros, paisajes, escenas, sensaciones, colores, luces y sombras; hizo de todo. Retrató las periferias de los barrios populares de Tucumán con sus miserias, personajes bíblicos, héroes y villanos. Entre sus obras, se destacan algunas donde lleva al punto límite el poder de figuración de las imágenes y uno no parece encontrarse frente a un cuadro, sino ante una foto: “El hiperrealismo es la imitación y la verdad que no me fascina porque no pasa a ser más que una destreza técnica donde vos ya sabés el final. Es como que te cuenten una película y después te sienten a verla. Hice neofiguración, cubismo, abstracto, barroco… creo que exploré todo el abanico de posibilidades pictóricas”. 

Juan en acción. Foto: Gabriel Lemme.

Además de las artes plásticas, incursionó también en la música como bajista y cantante de la banda que nació en 1995 con el nombre de “Hijos Torturados Por La Represión” y después se acotó a “Hijos Torturados”. Era una banda de barrio con músicos que recién aprendían a tocar sus instrumentos, pero que tenían muchas cosas atragantadas por decir en esos años en que el genocida Antonio Domingo Bussi era el gobernador de la provincia: “En esa época era bastante fuerte que la banda se llame Hijos Torturados Por La Represión. Me acuerdo que una vez fuimos a tocar a Las talitas y ahí nos dimos cuenta que era un acto de Bussi. Subo al escenario, comencé a putear y nos bajaron antes de que empiece el primer tema. Esa vez lo metieron en cana al que manejaba el bondi, hemos estado hasta las cinco de la mañana sin poder volver porque no teníamos quien traiga”. 

Era la época en que los llamados “Festipunks” se habían establecido como un circuito alternativo con recitales que se organizaban a pulmón en pequeños clubes o bares, como el bar Regatas y donde participaban bandas como Volstead, My Carro, Eructo a contramano, Sol Perpetuo, 448, entre muchas otras. “Era una etapa de mucha bronca barrial porque nos sentíamos muy menoscabados, vos sabías que para tocar en el centro tenías que tocar covers y nosotros queríamos cantar nuestras propias canciones”, recuerda ahora con un dejo de nostalgia por aquella banda de furia punk adolescente que trajinó los escenarios hasta 2002 y llegó a grabar un disco. 

Hoy Juan Rodríguez prefiere mantenerse al margen de los salones de arte y de las exposiciones, siente que son ámbitos donde reina la impostura. Entiende que un artista es artista todo el tiempo y que traicionar al arte es traicionarse a uno mismo: “El arte no tiene horario, es todo el tiempo. Ese arte va as seguir con vos hasta el último momento, qué tenés que hacer traicionando a ese arte hablando de vos, si vos no sos el arte, vos sos el instrumento para que ese arte salga. No hay peor traición que sacar beneficios de eso. No hay nada peor que alguien que se para al frente de una obra y comienza a llevarse los lauros de ese arte con el que pactó en la intimidad”. 

La experiencia estética de Famaillá

En su devenir como pintor, en 2010 Juan Rodríguez recaló en Famaillá como uno de los artistas que formaban parte entonces de la planta del municipio. Ahí, conoció desde dentro la experiencia estética de una las ciudades más fascinantes de la provincia y única en su estilo en todo el país, acaso de todo el globo terráqueo. Así recuerda el artista plástico su primera impresión como parte del universo famaillense: “Entro a la casa de José Orellana y lo primero que veo es una fila de gente dentro del comedor donde recibían subsidios y otras cosas. Yo creo que los Orellana son unos Borgia (por la famosa familia de mecenas italianos), porque a ellos les gusta el arte de una manera muy rudimentaria, pero les gusta, sino no tendrían artistas en su staff. Imaginate para un pintor ser empleado del Estado, mi mecenas era el Estado. Me parece copado que sea el único lugar de la Argentina donde se hace un simposio internacional de pintores. Llegué a la plaza y vinieron pintores de Colombia, Brasil, México… Comían empanadas y hacían arte para la gente que pasaba por el lugar, o sea, ofrecían arte sin que el pueblo se lo pidiera”.

“Para mí lo más fuerte deFamaillá es que es como una revista Billiken. Cuando iba al colegio San Francisco, para los actos, nosotros armábamos un cabildo de cartón en el patio. El chico famaillense, en cambio, sale a la calle, ve un cabildo y cree que toda la patria se creó en Famaillá, no tiene porque no pensarlo, si lo mismo que ve en los libros de historia puede verlo en vivo y en directo. Yo siempre dije que es una ciudad separatista, quiso tener la independencia, el propio 25 de mayo, la ciudad de los niños, todo ahí”, reflexiona el artista sin ocultar su admiración. 

En los tres años que trabajó como artista en el municipio, Juan aprendió que en la capital de la empanada, el arte no puede esperar. Se acostumbró a realizar pedidos desmesurados en magnitud a velocidad de escudería de Fórmula Uno. Murales de siete metros que debían terminarse en una jornada de trabajo. Todo era para ya y se hacía en esos tiempos: “Una vez hice una obra de siete metros por dos, que nadie calculó que no entraba en el cabildo. Y vi un ejército de soldadores cortado una reja para que entrara el mural como egipcios. Yo vi sin techo la casa histórica a las 18 y a las 21 estábamos en la inauguración con techo y cielo raso. Laburaban como hormigas. Esa cuestión del hacer ya, a mí, desde un punto de vista artístico, me parecía algo fantástico”.

Mucho es lo que se ha debatido sobre el estilo estético y arquitectónico de Famaillá. Hay quienes no dudan a la hora de calificarlo como “bizarro”, otros con más precisión atinan a encasillarlo en la categoría del “kitsch”, es decir, un estilo vulgar y, a la vez, pretensioso. Lejos de esas calificaciones de académicos, críticos y refinados estetas, Juan Rodríguez tiene su propia definición del estilo que reina en la pequeña ciudad, aquel que él denomina “turcocolonial” y que es el génesis de obras de arte inclasificables como el famoso y no bien ponderado Messi de Famaillá: “Los Orellana inventaron el estilo turcocolonial donde aparecía la Mercedes Sosa, el Nestornauta, el Messi… El Messi tiene una razón de ser porque Orellana se levantaba todos los días y decía: quiero una escultura acá. Entonces, el pintor o el escultor que estaba rascándose los huevos lo tenía que armar y si le salía el Messi así, así quedaba. No había tiempo, pero eso tenía que ser hecho”. 

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