Los 50 de Mafalda Quino, gran retratista de la Argentina actual Por Hernán Iglesias Illa | Para LA NACION

 una tira publicada a principios de los años 70, Mafalda se pone una mano a la altura de la cadera, la palma hacia el suelo, y dice: "Yo era así y ya oía que el país estaba en crisis". En el cuadrito siguiente, con la mano en la sien, agrega: "Ya voy por acá y sigo oyendo decir que el país está en crisis". Pausa dramática, antes del remate: "¿La crisis tendrá hormonas de crecimiento para llegar hasta dónde?".
Releyendo en estos días las recopilaciones de Mafalda, de cuyo debut en Primera Plana se van a cumplir 50 años, tuve la sensación de que la Argentina ha cambiado menos de lo que parece. En contra de la narrativa habitual, desde varios rincones ideológicos, de que la Argentina pre-1975 era prácticamente un paraíso de prosperidad y cultura cívica, los personajes de Quino nos recuerdan que los habitantes de aquella Argentina, aun relativamente próspera (pero casi nada democrática), rezongaban bastante sobre el destino del país. La Argentina ya era percibida por sus habitantes, antes del Rodrigazo y el terrorismo de Estado, como un país empantanado, en crisis permanente, incapaz de avanzar hacia su evidente destino de grandeza. En diciembre de 1965, en una tira publicada en El Mundo, Mafalda, sola en el medio de una plaza, se escupe las manos, y dice: "¡Bueno! ¡A ver! ¿Por dónde hay que empezar a empujar a este país para llevarlo adelante?".
En las tiras de Quino, que dio el discurso inaugural en la última Feria del Libro , también aparecen, a veces de fondo y a veces en primer plano, los temas que preocupaban y obsesionaban a la sociedad en los años 60, que sigue siendo en parte la sociedad en la que vivimos. Sus personajes empiezan a preocuparse por el colesterol, a usar la palabra sexy, a comprar productos importados (el sacapuntas japonés de Manolito), a ver telenovelas y a quejarse del tráfico y la contaminación, inexistentes hasta pocos años antes. Los personajes de Mafalda ya toman ansiolíticos (el memorable Nervo-calm, en gotas) y compran electrodomésticos en cuotas. Se sorprenden cuando ven en la calle a hombres con el pelo largo o mujeres con el ombligo al aire. Y son la primera generación en usar en la vida cotidiana la jerga del psicoanálisis ("¡Neurótico!", le grita Mafalda al mar, que, indeciso, se acerca y se aleja) y recibir el impacto de la publicidad en televisión (sobre todo la del whisky Black-Grog, que aparece a lo largo de toda la serie).
El único personaje que parece al margen de este aluvión es Manolito, el hijo de inmigrantes, que no tiene dudas existenciales ni le gustan los Beatles. La suya es una historia de ascenso social, y por eso Quino le perdona -y hasta las hace entrañables- su obsesión por el dinero y sus ideas simplonas. El otro personaje conservador es Susanita, que cree en el matrimonio y los hijos como el mejor camino para la felicidad de una mujer. A pesar de su clasismo y su esnobismo, Quino también trata con cariño a Susanita: nunca la transforma en el estereotipo de señora quejosa en el que siempre está a punto de convertirse.
Si Manolito y Susanita son personajes del pasado, los demás son personajes del futuro, más parecidos a como son ahora los argentinos de clase media. Felipe, soñador y enamoradizo, siente angustia sobre qué hacer con su vida. Liberado de la pobreza y las obligaciones, tiene ganas de expresarse, de construirse una identidad, pero no sabe cómo hacerlo. Mafalda, en cambio, sabe que no quiere ser como sus padres. Una tarde, después de recorrer el departamento recién barrido y limpiado, pregunta: "Mamá, ¿qué te gustaría ser si vivieras?". A su padre, cuyo único hobby es tener plantas, le dice "ejecutivo de la maceta". Y la petisa Libertad, que aparece en los últimos años y tiene padres izquierdistas, tiende más a conmiserarse de ellos que a tomar su militancia en serio. Para ninguno de ellos, por edad (son más chicos que la "juventud maravillosa") o por convicción de Quino (que nunca usó guionistas y hace poco admitió que no había diferencias entre sus opiniones y las de Mafalda), la solución a sus problemas existenciales está en el nacionalismo o la política.
En cualquier caso, lo que más llama la atención al releer Mafalda es la constante frustración de sus personajes respecto de la situación y el rumbo de la Argentina. Sentadas en un cordón de vereda, Libertad le pregunta a Mafalda qué opinan en su casa de cómo andan las cosas. "¡Puf!", responde Mafalda. Libertad menea la cabeza: "Por lo menos son optimistas, ¡en la mía opinan que Puaj!". Cuando se le rompe el teléfono, Susanita dice que está harta de vivir en un país subdesarrollado. "¿No te duele decirle subdesarrollado?", pregunta Mafalda. "¡Pero si lo es, cómo querés que le diga!" "Amateur", sugiere Mafalda. Este intercambio refleja bien el espíritu de Quino, que parece no compartir el tono, pero sí la sustancia, de los pronósticos alarmistas.
Las quejas son más visibles a medida que pasa el tiempo. La madre, cansada de la inflación, vuelve un día del mercado y entra al departamento con una frase que se ha vuelto legendaria: "¡Sunescán! ¡Dalúna búso!" Se cuentan historias de personas que buscan un segundo empleo para llegar a fin de mes. Mafalda y su familia deben volver antes de sus vacaciones en la playa, antes retratadas como una muestra de movilidad social, porque se les acabó la plata. Cuando la radio anuncia un plan de precios máximos a los artículos de primera necesidad, Mafalda responde: "¿Y a cuánto está la sensatez?". Quino casi nunca tiene nada bueno para decir sobre la política o el gobierno.
Las quejas de los argentinos que aparecen en Mafalda (sus personajes, los anónimos que pasan por la calle, los locutores que hablan por radio) reflejan la ansiedad habitual de la opinión pública de la época. La Argentina es un país destinado a grandes cosas, se decía entonces, pero por el momento perdido o frenado. Una mañana, otra vez en la plaza, Mafalda sonríe con los ojos cerrados y el pelo alborotado. Pasan dos tipos que protestan por el viento. Ella, decepcionada, dice: "Puuuucha ¡Yo creía que el país comenzaba a avanzar!". Chistes como éste (la burla cariñosa a un país inexplicablemente estancado) hay decenas.
Por eso, volviendo a leer estas tiras, pensé en quienes en estos años han mostrado, desde el populismo y el no populismo, cierta nostalgia por la Argentina pre-1975, donde todavía había justicia social, según los primeros, y cultura cívica, según los segundos. Para ambos grupos, aquella Argentina es una especie de paraíso perdido, el momento más alto del desarrollo nacional. Lo extraño de esta nostalgia, sin embargo, es que los 20 años anteriores a 1975 fueron bastante poco democráticos, con 11 años de gobiernos militares, el principal partido del país proscrito durante el período y una falta de respeto general por los valores de la democracia, que provocaba divisiones y cambios de rumbo.
Esta contradicción se ve en Mafalda. Sus personajes disfrutan de la modernización de las costumbres y los años de bonanza (compartidos, hasta mediados de los 70, con buena parte del mundo occidental). Pero no se las atribuyen al gobierno ni a la política. En Mafalda está claro quién le hace daño al país, pero no está nada claro cómo se explica su prosperidad. En la historia habitual sobre aquellos años pasa algo parecido: todos tenemos una teoría sobre quién destruyó aquella Argentina "próspera y equitativa" (por usar una expresión de Horacio Verbitsky), pero casi nadie tiene una teoría sobre quién la había construido. Quino sugiere que se construyó sola, más a pesar de que gracias a la política. Quizá tiene razón.
Una tarde, el padre de Mafalda está escuchando la radio en el living de la casa: "Una vez más nuestros micrófonos llevan a todo el país la emoción de nuestro más popular deporte". Mafalda asoma la cabeza: "¿Quejarnos?", pregunta. "¡Fútboooool!", le contesta la radio..

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