“Aquel secreto con mi padre” Dispuesto a escuchar
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Nunca supe de dónde sacó la idea de aquel juego. Mi padre era un tipo entrañable pero algo parco, poco proclive a las bromas y a los juegos. Así que cuando me lo propuso, me sorprendí. Yo acababa de cumplir once años y me consideraba grande para esos jueguitos.
Fue un sábado a la tarde. Era otoño. No había nadie en la casa. Mi madre se había ido a la peluquería y mi hermano al club. Irrumpió en mi habitación y dijo que quería jugar conmigo “al juego del muerto.” Lo miré raro. Estoy seguro que de haberse enterado mi madre le hubiera reprochado el mal gusto. Pero ella nunca lo supo, siempre fue nuestro secreto.
Las reglas eran muy simples: había que hacerse el “muerto”, cerrar los ojos, quedarse duro como una estaca, lo mismo que los muertos que salían en la tele, al tiempo que el “vivo” haría lo imposible por intentar resucitarlo, valiéndose para ello de cualquier recurso, salvo el contacto físico, es decir, se prohibía sacudir un brazo, pellizcar, hacer cosquillas, etc. El juez sería un flamante reloj cronómetro que le habían traído de contrabando. El que hacía durar más su condición de “muerto”, ganaba.
Si le dije que sí sin preguntarle nada, fue porque lo vi muy entusiasmado. No parecía mi padre. O si lo era, entonces había retrocedido a la infancia.
Yo hice de “muerto” primero. Mi padre cantó “ya”, y accionó la perilla del cronómetro. Me quedé congelado en la cama, boca arriba. Pero ni bien cerré los ojos empecé a tentarme. Se puede decir que perdí solo, mi padre no movió ni un dedo. Mi actuación como “muerto” fue un fiasco, apenas duré ocho segundos con treinta centésimas.
Ahora, el que dijo “ya” fui yo. Mi padre al parecer tenía dotes de actor, porque el papel de finado le salía magistralmente, no sólo los ojos herméticos, sino su boca entreabierta y un gesto pétreo que inesperadamente le cubrió el rostro. Hasta daba la sensación de que no respiraba. Me acuerdo que, respetando las reglas acordadas, le hice de todo un poco, aplaudí muy cerca de sus oídos, imité sonido de animales, le sacudí el colchón. Y nada.
Y los segundos que no dejaban de pasar. Ya se había cumplido el minuto y medio. Me acuerdo que en un momento dado llegué a pensar si no estaría muerto de verdad. Me desesperé. Tomé aire, le soplé sobre la nariz y enseguida abrió los ojos. Se sonrió, una sonrisa luminosa que jamás le había visto antes. Me abrazó fuerte y nunca más volvimos a hablar del asunto.
Mucho tiempo tuvo que pasar para que yo pudiera descifrar aquel misterioso juego. Para ese entonces, mi padre ya no estaba en este mundo. Tal vez no descifré nada y preferí pensar que aquella fue la forma que encontró para hablar de su propia muerte, de decirme que cuando pasara, siempre lo iba a tener a mano, que apenas bastaba con elevar la vista y soltar un leve soplido al aire para que el Cielo se abriera en dos y dejara entrever de nuevo su sonrisa de aquella tarde, brillando a la par de los rayos del sol.
Y los segundos que no dejaban de pasar. Ya se había cumplido el minuto y medio. Me acuerdo que en un momento dado llegué a pensar si no estaría muerto de verdad. Me desesperé. Tomé aire, le soplé sobre la nariz y enseguida abrió los ojos. Se sonrió, una sonrisa luminosa que jamás le había visto antes. Me abrazó fuerte y nunca más volvimos a hablar del asunto.
Mucho tiempo tuvo que pasar para que yo pudiera descifrar aquel misterioso juego. Para ese entonces, mi padre ya no estaba en este mundo. Tal vez no descifré nada y preferí pensar que aquella fue la forma que encontró para hablar de su propia muerte, de decirme que cuando pasara, siempre lo iba a tener a mano, que apenas bastaba con elevar la vista y soltar un leve soplido al aire para que el Cielo se abriera en dos y dejara entrever de nuevo su sonrisa de aquella tarde, brillando a la par de los rayos del sol.
Claudio G. Miranda
claumiranda@live.com.ar
Jugar al juego de la vida
Quizá aquella lejana complicidad entre el lector y su papá era, simplemente, todo lo contrario a la simulación que la envolvía. Se trataba de un juego de la vida. Una forma de faltarle el respeto a la muerte, esa extraña señora siempre ávida de nuevas conquistas cada día, a la que sólo empezamos a temerle de grandes.
Un día como el de hoy, potente en emociones, mezcla las dimensiones y anula los tiempos. Y la muerte por un día se desvanece, se transforma en un chispazo de vida que da pie a los recuerdos. El tierno juego del lector y la interpretación que hace ahora del mismo son una moraleja que traspasa las generaciones. Y que ayuda a la hora del brindis porque hermana a presentes y ausentes. El padre es una metáfora de la vida que no se va nunca, que siempre está volviendo. Y que pensarlo en sus errores y en sus aciertos, es decirle, aunque no se lo tenga: ¡Salud, Viejo, feliz día!
Un día como el de hoy, potente en emociones, mezcla las dimensiones y anula los tiempos. Y la muerte por un día se desvanece, se transforma en un chispazo de vida que da pie a los recuerdos. El tierno juego del lector y la interpretación que hace ahora del mismo son una moraleja que traspasa las generaciones. Y que ayuda a la hora del brindis porque hermana a presentes y ausentes. El padre es una metáfora de la vida que no se va nunca, que siempre está volviendo. Y que pensarlo en sus errores y en sus aciertos, es decirle, aunque no se lo tenga: ¡Salud, Viejo, feliz día!
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