"33 revoluciones por minuto": protesta, que algo queda

"33 revoluciones por minuto": protesta, que algo queda
“Hay tantas formas de escribir una canción de protesta como de escribir una canción de amor”, apunta el periodista y escritor Dorian Lynskey en su esmerado, profuso, interesante, documentado y traducido al castellano 33 revoluciones por minuto- Historia de la canción de protesta, un libro que la editorial Malpaso acaba de hacer llegar a estas playas.
Que el recorte de Lynskey sea anglo y contemporáneo (comienza con Strange Fruit, aquel sublime lamento, valga el oximorón, sobre los linchamientos raciales sureños norteamericanos que popularizó Billie Holiday en 1939), o que se ocupe del Tercer Mundo casi con culpa (un paneo por casos como Fela Kuti, Max Romeo y Víctor Jara y la idea de que ese caso “merecería otro libro), no invalida el valor de este volumen de 900 páginas. De esos que provocan artritis localizada entre el índice y el pulgar de sostener su peso, mientras dejan carburando el cerebro. La obra busca ser empática con los artistas y sus visiones & intenciones. No es acrítica, pero se desmarca de búsquedas menos románticas como There’s a Riot Going On (Peter Dogget, sobre el desencanto y/o falsedad de las proclamas revolucionarias en el rock sesentista) o Mansion on the Hill (Fred Goodman, sobre las ambigüedades y contradicciones discursivas de los millonarios popes de los ‘60 y ‘70). Es otro tema.
“En muchos sentidos, escribir un canción de protesta es buscarse problemas y es este peligro lo que aporta vitalidad al formato. Algunas son un derroche espontáneo de sentimiento, otras son panfletos elaborados con esmero. Algunas son claras como el agua, otras cautivan por su ambigüedad. Algunas son una respuesta, otras plantean preguntas imprescindibles. Algunas fueron fruto de una valentía extraordinaria, otras se beneficiaron de una coyuntura excepcional”, admite el autor en el prólogo. Y concluye: “No todas las canciones que aparecen en las siguientes páginas son artísticamente valiosas, pero muchas lo son”.
Lynskey se ataja, con algo de razón, de la larga tradición de incogibilidad de la música de protesta y la “incapacidad de algunos autores de convertirla en una muestra de arte convincente”, como él mismo teoriza antes de intentar refutar en su propio libro. Como contrapeso, llega a incluir una cita del ya fallecido cantautor norteamericano Phil Ochs: “Por mal que pueda sonar, casi que prefiero una buena canción favorable a la segregación que una mala favorable a la integración”.
Al tiempo que este libro llegaba al país, se instaló el tema de que Café Tacuba tomaba la decisión de quitar de su repertorio un tema como La ingrata (por sugerir un femicidio), en tanto los mendocinos Karamelo Santo solicitaban a Spotify retirar algunas canciones de su playlist, por considerarlas machistas y susceptibles de atentar contra la dignidad de las mujeres. “El rock quiere un cambio, pero nos debe acompañar el público y los que lucran con nuestras canciones. Decimos que no nos representan hoy, y deberían nunca habernos representado. Gracias y nuevamente perdón”, es parte del comunicado de los Karamelo. Entonces, lo que parece haber empezado, es la era de la canción de auto-protesta: artistas quejándose contra ellos mismos, arrepentidos de una obra compuesta, grabada y difundida en otro contexto social y dentro de otra instancia de su propia carrera musical. ¿Es sincero? ¿Es sobreactuado? Es lícito. Y enmascara una realidad aún peor : la intuición de que sus respectivos públicos (que no pueden caracterizarse como analfabetos o poco instruidos) puedan no discernir del todo las posibilidades semánticas de una letra en el marco de una canción pop. Ese mal moderno, la falta de comprensión de texto, es la resultante de un grave problema educacional, que no puede (ni debería) resolver un tema, un disco o un show. Sí, necesitamos educación. Igual que siempre, o más que nunca.

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