Cabezas, mi hermanito

Cabezas, mi hermanito
No se olviden. Un día hubo un crimen que pudo cambiar a la Argentina. Fue una noche en que había una fiesta de un empresario en Pinamar, en pleno enero. ¿A quién se le ocurriría esperar a alguien ahí para seguirlo, secuestrarlo y matarlo en ese sitio, justo en ese mes? Fue el fin de la inocencia republicana: supimos que cualquiera podía hacer cualquier cosa adelante de todo el mundo, si se sentía impune. Que las mafias seguían entretejidas en el Estado, aunque la democracia recuperada ya hubiera cumplido 14 años.
Pasaron 19 más. José Luis Cabezas fue asesinado y calcinado por sacarle una foto a un tipo al que no le gustaban las fotos. Tenía 34 años, un carné de Independiente, una mujer, tres hijos, un padre, una madre y una hermana.
Gladys.
“Yo le llevaba un año a José Luis. Nos criamos juntos. Imaginate que teníamos muy poca diferencia de edad. Tuvimos una infancia maravillosa en Sarandí, con muchos amigos en común. Y nos criamos muy unidos: mi viejo pedía que cuando uno cumplía años también le trajeran un regalito al otro, para que no nos pusiéramos celosos cuando éramos chicos. Después crecimos y seguimos igual. Compartíamos amigos y nos rateábamos juntos del colegio donde fuimos a hacer la secundaria, en Capital. El Joaquín V. González.
El berretín con la fotografía se lo agarró cuando volvió del Servicio Militar. Los primeros días de la instrucción los pasó en Arana. Yo lo fui a ver ahí y me puse a llorar porque lo vi reflaco. Y él era mi hermanito. Después lo pasaron a La Plata y siguió igual. Yo estaba conmovida porque él era bastante amarrete y, como yo estudiaba para maestra, un día antes de irse a la colimba le pedí si me compraba un libro y fue y me lo compró y me lo dejó arriba de mi cama. ¡Y lo pagó él! Se llamaba El juguete perdido, un libro para docentes. Todavía lo guardo.
Lloré mucho cuando se fue, porque no estábamos acostumbrados a separarnos mucho tiempo. Compartíamos el cuarto y nos reíamos muchísimo. Por pavadas, cosas de hermanos. Nos divertíamos y mi viejo nos gruñía porque no lo dejábamos dormir, y él tenía tres laburos: en una empresa cerealera, en un taller de bulones, y a la noche limpiaban con mi vieja los consultorios de la asociación obrera textil. Todo eso para darnos lo mejor a nosotros y al final, cuando les llegó la hora de disfrutar en serio de su vida, no pudieron... Increíble, ¿no?
José Luis trabajaba en un laboratorio médico y tenía un buen sueldo, y un día vino con que iba a renunciar porque quería estudiar fotografía. Imaginate. Mi viejo lo quería matar. Sacaba fotos en las plazas, después en una casa de fiestas infantiles. Y yo les llevaba las fotos a domicilio a los clientes. A los familiares de los chicos de los cumpleaños. Después empezó a trabajar en la Embajada Francesa y ahí le sacó la foto al ministro Miguel Roig antes de morir. La última foto del ministro (que fue el primer ministro de Economía de Menem y había asumido hacía sólo 5 días). Y entonces se largó a trabajar como free lance en la editorial (Perfil) y así empezó. Su primera cámara se la compró con lo que había ahorrado en el laboratorio.
Yo seguía estudiando para maestra, trabajaba en una oficina y me recibí ya casada y con mi primer hijo en la panza. Me casé con un vecino del barrio del grupo con el que nos juntábamos con mi hermano. Cuando me puse de novia me costó... vos no sabés lo que es José Luis... lo que era. De cuida, digo.
Y la vida siguió hasta aquel verano, el del 97. Yo ya vivía en Capital y nos habíamos ido al campo, a la casa de una tía en Atalaya, Punta Indio. Yo tenía mis tres hijos y querían ir al corso del pueblo. Le dije a mi marido que buscara a mis viejos y los trajera así nos quedábamos ahí unos días más, que a mis chicos les encantaba. Mis viejos llegaron a las tres de la tarde y a la noche mi hija me pidió ir a dormir con el abuelo, porque lo adoraba a mi papá. Y bueno, la dejé y mi mamá se vino a dormir conmigo. Pero a las 5.15 se despertó y me dijo algo. Ya estaba amaneciendo, y mami me dice: “Uy, va a ser un lindo día hoy”. Le dije “dormite mamá, que es muy temprano”. Mucho tiempo después supimos que justo a esa hora, exactamente a esa hora, cuando se despertó mi mamá, los asesinos de José Luis estaban apretando el gatillo.
A las nueve de la noche de ese día, 25 de enero, mi papá nos pide que pusiéramos la radio porque estaba jugando Independiente. Y aparece un flash informativo. Y dice: “Encontraron calcinado en una cava de Madariaga a un reportero gráfico de la revista Noticias”. ¿Quéeeeee? Y mi mamá dice: “Es José Luis”. Y yo le digo qué tiene que ver José Luis si está en Pinamar. Y mi mamá: “Madariaga queda por Pinamar”. Y todo fue un desastre. Mis viejos que empezaron a llorar. Mis hijos gritaban. Y todos pensábamos que la radio estaba hablando de un accidente en la ruta, porque José Luis manejaba rápido, ¿entendés? Pero el segundo nene mío, Sebastián, sale corriendo a la calle y grita: “Mataron a mi tío”.
Nos fuimos a Buenos Aires, llegamos y los vecinos nos empezaron a contar lo que habían escuchado. Yo les pedí que no hablaran con mis viejos y que me dijeran todo a mí. Por cuatro días prohibí que pusieran la tele en casa. Y empecé a buscar la forma de decirles a mis viejos por qué íbamos a velar a José Luis a cajón cerrado. Lo habían prendido fuego, ¿entendés? Y llegó el día del velatorio y empezamos a ver a políticos que nos decían Vamos a investigar a Yabrán y yo no tenía idea de quién era Yabrán. ¿Qué es todo esto?, pensaba. Y después me contaron eso de que Yabrán había dicho que sacarle una foto a él era como pegarle un tiro en la frente...
Es increíble cómo pasa el tiempo, ¿no? Y ahora todos los asesinos están libres. Se les bajó la condena. Estoy segura de que hubo más gente que participó del crimen. Hay gente en Pinamar y Cariló que ayudó y quedó sin castigo. Mi papá murió hace cuatro años. De tristeza. Tenía una pena muy profunda, ¿sabés? Durante mucho tiempo se sentó en el living y hablaba con la foto de mi hermano. Le contaba cosas. Después empezó a no caminar. Adelgazó muchísimo. Y se dejó caer hasta esperar el final.
Mami está en una cama y no sabe ni quién soy. Está en un geriátrico, en Flores. Una vez tomó un montón de pastillas porque dijo que no quería vivir más. Y de ahí fue a un psiquiátrico y de ahí la tuvimos que internar. Es muy jodido estar solo y tenes que decidir vos. ¿Y uno qué sabe? ¿Cómo sabés que no te vas a equivocar? Ella tiene 82 años ahora, y ya no se levanta de la cama. El otro día no me conocía. “Vos sos mi mamá”, me decía... Ella a mí.
Y yo tengo que seguir, porque de mi familia original ya no queda casi nada pero tengo mi propia familia. Ya soy abuela. Y tengo a mis sobrinos, los hijos de José Luis, que son como mis hijos.Agustina tiene 25 años y es maestra, como yo. Juan Ignacio tiene 24 y vive solo. Trabaja. Es José Luis, te juro. Lo ves y te impresiona. Y Candela, la que era un bebé cuando mataron al padre, ya tiene 19 y vive en España. Yo los amo a mis sobrinos. Son una parte mía. Y ellos ayudan a que una siga, ¿viste? Porque yo voy a seguir siempre pidiendo justicia por mi hermano. Hasta el último día.
Una vez hablé con la mamá de González, uno de los asesinos. Ella me llamó y yo fui a Los Hornos. Me contó que el hijo, aquel verano, volvió de la Costa, se encerró en su cuarto y no quería salir ni comer. Que estaba deprimido. Hasta que lo fueron a buscar. Los Horneros le escribieron a mis viejos pidiéndoles disculpas. Dijeron que los contrataron y que tenían que “darle un susto al periodista”. Y que Gómez, el comisario de Pinamar, lo marcó a mi hermano dándole un abrazo. Y que una vez lo habían querido agarrar y no pudieron. Hasta que lo agarraron... Gómez tiene prisión domiciliaria y anda por Pinamar. Si te lo cruzás, te dice que no tiene que darle explicaciones a nadie.
El crimen no fue una cosa del momento. Por algo llevaron un bidón de nafta en el baúl, ¿no? Ya tenían pensado matarlo y prenderlo fuego para borrar pistas. Mi vieja iba a la cava (el lugar donde lo mataron) y era como un santuario para ella. La gente va y se para con los coches y deja crucecitas y cartitas. Pero a mí ese lugar no me dice nada. Yo sé que José Luis no está ahí, sino en el cielo, con papá”.
Veinte años. La Argentina supo entonces que cualquiera podía matar a la vista de todos. Pudo ser una lección aprendida, pero no. En 2006, Jorge Julio López fue a declarar contra represores en un juicio en La Plata, salió y no apareció más. Desapareció a la vista de todos. Hasta hoy no sabemos qué pasó con él. Y hace dos años un fiscal que iba a argumentar su denuncia contra la Presidenta ante el Congreso un lunes, fue hallado muerto en su departamento el domingo. Estaba custodiado y vivía en un edificio exclusivo de Puerto Madero, pero nada salvó a Nisman.
El entretejido del poder y la muerte, otra vez. El crimen de Cabezas no consiguió cambiar a la Argentina. Visto en perspectiva, sólo destrozó a una familia. Por eso mismo es que no hay que olvidarlo.

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