Las lecciones del maestro Ricardo Piglia
UNTO DE VISTA
Ana Verónica Juliano, Doctora en Letras
Como pocos, Ricardo Piglia supo entrelazar los universos de la crítica, de la ficción literaria, de la historia y de la política. Sus ideas solían ser tan prolíficas como arriesgadas. Puede leerse en su novela “Respiración artificial”: “la historia argentina es el monólogo alucinado, interminable, del sargento Cabral en el momento de su muerte, transcripto por Roberto Arlt”. O en los ensayos de “Crítica y ficción” apreciaciones tales como “Borges es el mejor escritor argentino del siglo XIX” o “El Facundo, por ejemplo, es un libro de ficción escrito como si fuera un libro verdadero”.
Sin dudas, se trata de uno de los críticos más lúcidos y, también, más originales que ha dado el campo literario argentino contemporáneo. Su particular modo de aproximarse a las ficciones literarias, nunca dislocadas de la sociedad de su tiempo y del pulso histórico en el que se gestaron, ha sido sumamente fecundo y novedoso y ha conseguido instalar directrices que impulsaron virajes y nuevos rumbos a nuestras perspectivas críticas. Allí en donde algunos sólo hallaban divergencia y antagonismo, él propició convergencias múltiples y zonas de contacto, además de llevar a cabo una importante obra de rescate de autores olvidados.
Piglia solía ser insistente. Reiteraba que la crítica literaria era una forma de autobiografía. Que toda escritura era, pues, autobiográfica. En su escritura literaria se exhiben los rastros del historiador. En sus ensayos críticos, la fascinación por las lecturas que van de la Argentina a otras latitudes. El relato de su vida no podría jamás ser disociado de su figuración como lector, incluso por encima de la del escritor, esfera en la que también ha descollado.
Las lecciones de Piglia lo sobreviven. Nos ha enseñado que la lectura es un cúmulo de hipótesis, de especulaciones, de ensayos, en torno a un objeto que termina, siempre, por escurrírsenos de las manos. Que la lectura es una ventana a otros mundos, ya posibles, ya imaginados, ya intangibles, de tan desorbitados. Que leer es un acto de creatividad múltiple, expansiva, incesante; de agudeza crítica, de reflexión consciente, de activismo político. Que la lectura es un ejercicio humanizante, de cabo a rabo; un acto de justicia, de libertad extrema, de rebeldía necesaria, de autonomía irrenunciable.
No es invierno y, sin embargo, el tiempo se ha vuelto sombrío.
La muerte se empeña en llevarse a los mejores, pero no podrá expropiarnos de aquello que, por derecho inalienable, nos pertenece a los lectores y constituye nuestra preciada herencia: las filiaciones imposibles, las series impensadas, los gestos irreverentes, las conspiraciones contra el canon que el maestro Piglia nos ha legado.
El universo pigliano es ahora nuestro patrimonio. Un espacio en el que bullen espías, conspiradores, enigmas, códigos cifrados, alianzas insospechadas, equilibristas audaces, escritores y sus alter ego. Un orbe habitado por Borges y Walsh, que juegan un ajedrez interminable, mientras un viento agita los papeles desordenados de Macedonio y las maquínicas invenciones de Arlt urden nuevas ficciones paranoicas para descifrar el mundo. Un cosmos particular en el que Witold Grombowicz escribe un extraño diario argentino con reminiscencias polacas, al mismo tiempo que Emilio Renzi nos ayuda a entender que Kafka es una precisa metáfora de todo. Incluso, de él mismo.
Sin dudas, se trata de uno de los críticos más lúcidos y, también, más originales que ha dado el campo literario argentino contemporáneo. Su particular modo de aproximarse a las ficciones literarias, nunca dislocadas de la sociedad de su tiempo y del pulso histórico en el que se gestaron, ha sido sumamente fecundo y novedoso y ha conseguido instalar directrices que impulsaron virajes y nuevos rumbos a nuestras perspectivas críticas. Allí en donde algunos sólo hallaban divergencia y antagonismo, él propició convergencias múltiples y zonas de contacto, además de llevar a cabo una importante obra de rescate de autores olvidados.
Piglia solía ser insistente. Reiteraba que la crítica literaria era una forma de autobiografía. Que toda escritura era, pues, autobiográfica. En su escritura literaria se exhiben los rastros del historiador. En sus ensayos críticos, la fascinación por las lecturas que van de la Argentina a otras latitudes. El relato de su vida no podría jamás ser disociado de su figuración como lector, incluso por encima de la del escritor, esfera en la que también ha descollado.
Las lecciones de Piglia lo sobreviven. Nos ha enseñado que la lectura es un cúmulo de hipótesis, de especulaciones, de ensayos, en torno a un objeto que termina, siempre, por escurrírsenos de las manos. Que la lectura es una ventana a otros mundos, ya posibles, ya imaginados, ya intangibles, de tan desorbitados. Que leer es un acto de creatividad múltiple, expansiva, incesante; de agudeza crítica, de reflexión consciente, de activismo político. Que la lectura es un ejercicio humanizante, de cabo a rabo; un acto de justicia, de libertad extrema, de rebeldía necesaria, de autonomía irrenunciable.
No es invierno y, sin embargo, el tiempo se ha vuelto sombrío.
La muerte se empeña en llevarse a los mejores, pero no podrá expropiarnos de aquello que, por derecho inalienable, nos pertenece a los lectores y constituye nuestra preciada herencia: las filiaciones imposibles, las series impensadas, los gestos irreverentes, las conspiraciones contra el canon que el maestro Piglia nos ha legado.
El universo pigliano es ahora nuestro patrimonio. Un espacio en el que bullen espías, conspiradores, enigmas, códigos cifrados, alianzas insospechadas, equilibristas audaces, escritores y sus alter ego. Un orbe habitado por Borges y Walsh, que juegan un ajedrez interminable, mientras un viento agita los papeles desordenados de Macedonio y las maquínicas invenciones de Arlt urden nuevas ficciones paranoicas para descifrar el mundo. Un cosmos particular en el que Witold Grombowicz escribe un extraño diario argentino con reminiscencias polacas, al mismo tiempo que Emilio Renzi nos ayuda a entender que Kafka es una precisa metáfora de todo. Incluso, de él mismo.
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